Acabamos de pasar una de las fechas míticas para muchos españoles: la festividad de Todos los Santos. Los crisantemos, las visitas al cementerio, las misas y alguna lágrima emocionada siguen año tras año su cíclico encuentro para una mayoría de ciudadanos, salvo para aquellos que interpretan la muerte de otros modos y quienes se ven impedidos de llorar como quieren a los suyos por tener aún a sus muertos ocultos en pozos, fosas y cunetas.
Para los más jóvenes, el encuentro va de chuches y corretear a oscuras, disfrazados, al grito de “truco o trato”, que no todo va a ser tradición si se admite lo importado.
La muerte no gusta, no encaja en los planes de la gente. Tal vez por ello tiene tantos motes y sinónimos que van desde la parca al óbito, desde la defunción al fallecimiento y, claro está, en seguros no podíamos evitar hablar del deceso. Y ahí tenemos al famoso producto que motiva estas líneas.
Sin duda es uno de los más extendidos en ciertas provincias, donde casi el 80% de la población cuenta con cobertura (78% en Cádiz), mientras en Soria tan solo alcanza el 19%. La media nacional es del 47% de la población. ¡Todo un récord! Probablemente sea que nos asusta aquello de no tener dónde caer muertos, aunque debería preocuparnos mucho más qué riesgos corremos estando vivos.
Por ejemplo, en otros países es rara la familia que no ha dotado un fondo para los estudios de sus hijos, o el seguro de vida por si falla la fuente de ingresos de la familia en caso de que fallezca cualquiera, padre o madre, ambos trabajadores. En España eso solo se asegura si a uno lo obliga el banco.
Sea como sea, el hecho es que, en España, una enorme cantidad de personas tiene solucionado el coste de su entierro. Hay que entender, también, que venimos de una cultura fuertemente impregnada de catolicismo donde la muerte no es sino el paso necesario para otra vida, ya eterna. Es decir, hablamos de algo que está arraigado en la cultura popular y, lejos de interpretar al cuerpo del fallecido como un envase o residuo a tratar, se le rinde un especial homenaje que – en muchos casos – se prolonga durante el resto de la vida de sus allegados.
Y tal homenaje tiene, como cabría esperar, un coste. Un precio a pagar que oscila enormemente de un municipio a otro. Tan solo las tasas municipales pueden verse multiplicadas por 20 o más si comparamos Murcia con los ayuntamientos más caros de España.
Añadamos a esto que la muerte, muchas veces, no viene precedida de un anuncio, sino que se presenta de modo sorpresivo, bien por enfermedades de rápido avance, bien por accidente. Y en esta tesitura es frecuente que las empresas funerarias vean la oportunidad en la necesidad sobrevenida, por lo que el precio de esos servicios puede alcanzar medias de unos 4.000€ y máximos impredecibles, en función de los servicios contratados. Si, además, tenemos la mala fortuna de que el fallecido muere fuera de su municipio, habrá que pagar carísimos traslados que, al tener que cumplir normas de sanidad, multiplicarán los costes.
Han sido pocas, pero he tenido oportunidad de conocer varias ocasiones en que varios miembros de una misma familia han fallecido simultáneamente y, además, lejos de su domicilio. Es el típico caso de quienes sufren un letal accidente de tráfico durante sus vacaciones. En ese caso el coste del servicio alcanza cifras demoledoras para cualquier economía doméstica, con el agravante añadido de que se les plantea asumir el gasto a otros familiares que, movidos por el afecto o por el qué dirán, acaban sucumbiendo y pagan lo indecible.
En la comercialización de este tipo de seguros es habitual que se manejen malas artes. Un ejemplo clásico es enviar “recuperadores” cuando alguien decide cambiarse de compañía y le van con el cuento a la familia de que “vas a perder la antigüedad”. Pregunta ¿Y de qué sirve tal antigüedad si resulta que el nuevo seguro es mejor y nos cuesta menos? Otra mala práctica consiste en abordar al cliente de otro seguro con una prima natural (que irá subiendo cada año por la edad) aparentemente más barata, cuando el cliente tiene una prima nivelada (con la que pagará siempre lo mismo) o seminatural (que suavizará las subidas futuras al envejecer). Hasta, hace tiempo, oí a un “pofezioná” alegando que “la Compañía X no entierra a sus muertos”; supongo que de ahí – de la cabeza de este experto y sus semejantes – salen los zombis…
Historias aparte, tal vez la duda que más asalta al ciudadano es acerca de si acaba pagando varias veces su entierro o, lo que es lo mismo, si pagar un seguro es un mal negocio. Las matemáticas ( VF = VP * (1 + i)^n) nos dicen que un entierro que hoy cuesta 4.500 € dentro de 40 años costará 18.238,56€ si contamos con un IPC del 5%. Suponiendo que una persona de 45 años actualmente pague 59,28€ por año, revalorizados también un 5% anual, empatará ese coste. Y 85 años es una esperanza de vida razonable para un español medio en la actualidad. Este coste se refiere solo al coste del entierro. Hay que añadir todos los servicios que, adicionalmente, ofrecen las aseguradoras de este ramo: asistencia en viaje, que incluye la repatriación si fallecemos desplazados hasta nuestro municipio, gastos de notaría, de gestoría, asistencia psicológica, etc. ¿Me parece caro? Pues posiblemente tenga más puntos positivos que negativos y cabe pensar, además, en todo el servicio que presta una aseguradora cuando llega un momento, terrible y doloroso, donde lo último que apetece a la familia es andar de papeleo y contratando servicios un tanto lúgubres. Lo he vivido de cerca y se agradece, te lo aseguro. Si, además, se trata de un fallecimiento inesperado, temprano, o múltiple, el beneficio para los familiares es radicalmente obvio.
Añado que, junto con Aura Seguros, diseñamos un producto especial llamado “A mi manera” con el que puedes contratar un entierro espacial, editar tu libro, estar en el columbario del Bernabeu, montar una maravillosa cena homenaje o llevar a los nietos a Disney. Tal vez haya que virar hacia nuevas formas de trascendencia o pasar página cumpliendo un sueño.